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50 SOMBRAS DE GRAY EN EL TATAMI (parte 2)

Punto de vista de Jorge “el principe”

Capítulo II – El Lobo y su presa

Entré en el gimnasio como siempre, con el rugido de mi moto aún retumbando en mi cuerpo. Me gustaba esa sensación: el cuero pegado a mi piel, el casco que me envolvía hasta que lo retiraba y, por fin, podía sentir el aire fresco en la cara. Ese momento en el que me quitaba el casco y veía las miradas a mi alrededor… nunca lo buscaba, pero sabía que ocurría. Sonreía, y los demás se quedaban en silencio.

Esa mañana no iba a ser distinta. O al menos, eso creía.

El tatami estaba lleno, la gente se emparejaba rápido, y yo quedé sin compañero. Miré alrededor y lo vi. Él.

Había reparado en él antes, más de lo que querría admitir. En el vestuario, con su mirada tímida, con ese cuerpo fuerte pero todavía en construcción, con ese aire de alguien que quiere pasar inadvertido… y que sin embargo me atraía como un imán. Había notado cómo me observaba en silencio. Y yo también lo miraba, aunque fingiera lo contrario.

Ese día decidí acercarme. Me gustaba jugar con el destino, y en ese instante sentí que debía hacerlo. Caminé hacia él y le sonreí.

—¿Entrenamos juntos? —pregunté.

Su cara se encendió como si hubiera esperado ese momento toda la vida.

Comenzamos los ejercicios. Era disciplinado, se dejaba corregir, pero lo que más me llamó la atención no fueron sus movimientos, sino sus reacciones. Cada vez que mis manos lo tocaban para ajustarle la postura, lo notaba estremecerse. Cada vez que mi torso rozaba el suyo, su respiración se agitaba. No era solo concentración. Era otra cosa.

Me excitaba verlo así. Su vulnerabilidad era un espejo de mi propio deseo. Porque yo también lo había sentido en silencio: cada vez que luchaba con él en mi imaginación, cada vez que lo veía salir de la ducha, con esa piel húmeda, ese aire casi inocente y esa fuerza contenida… yo también quería probarlo.

Llegó el momento del combate. Era mi terreno. No tuve que esforzarme demasiado: mi cuerpo sabía cómo dominar, cómo anticipar, cómo encerrar. Lo llevé al suelo con facilidad. Él forcejeaba, buscaba escapatorias, pero en el fondo yo sabía que no quería librarse del todo. Y yo tampoco quería que lo hiciera.

Entonces lo sentí. Su erección contra mi cadera. No podía disimularla. Su cuerpo hablaba más que sus palabras. Y yo sonreí, sin decir nada. Lo supe: no estaba solo en esa tensión.

Esa fue la confirmación. Tenía que llevarlo más allá del tatami.

Cuando la clase terminó, no le di opción.

Ven, te llevo en la moto.

Sentí sus brazos rodeándome, su pecho contra mi espalda. Su corazón golpeaba tan fuerte que lo sentía vibrar en mi propia piel. Y sí, también sentí cómo crecía otra vez su deseo, apretado contra mi cadera. Aceleré un poco más de lo normal, porque quería volverlo loco, porque quería que ese contacto lo enloqueciera tanto como a mí.

Lo llevé a un lugar que siempre había sido mío: un claro junto al río, escondido, íntimo.

Me desnudé sin miedo, porque no tenía nada que ocultar. Caminé al agua y lo esperé. Sabía que dudaba, que le daba pudor mostrar lo que sentía. Pero al final me siguió, y allí, en el agua fría, volvimos a enfrentarnos.

Esta vez no hubo tatami, ni reglas, ni ropa que nos separara. Piel contra piel, roce contra roce. Y entonces él lo descubrió: yo también estaba duro, yo también lo deseaba con la misma intensidad.

Lo sujeté por la nuca, lo miré a los ojos y le dije lo que llevaba tiempo guardando:

Lo supe en el gimnasio. Lo noté cuando entrenamos. No eres el único.

Sus ojos se abrieron, incrédulos, pero yo ya no tenía freno. Jugamos en el agua, pero pronto la orilla nos reclamó. Allí, sobre la hierba húmeda, lo dominé por completo.

Lo inmovilicé, lo mantuve bajo mi peso, mis manos sujetando sus muñecas. Él jadeaba, se resistía solo para excitarme más. Yo lo tapé la boca con mi mano, mirándolo con la fiereza de un lobo que atrapa a su presa:

Ahora eres mío. Voy a devorarte poco a poco.

Y lo hice. Lamí su cuello, mordí su piel, recorrí su pecho y su abdomen con mi lengua como si fueran territorio conquistado. Su cuerpo temblaba bajo el mío, y cada jadeo me pertenecía.

Nuestras erecciones chocaban, duras, en un vaivén desesperado. Lo miré fijamente, respirando fuerte, sabiendo que estaba perdido. Que ya no había escapatoria.

Lo besé con violencia, con hambre. Y en ese beso lo supe: ya no era el príncipe del tatami. Era el lobo alfa que había encontrado a su presa.

Y él, en su rendición, me regaló la victoria más intensa de mi vida.

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Last edited on 10/06/2025 9:22 AM by asconian
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