asconian's blog
50 SOMBRAS DE GRAY EN EL TATAMI
Historia parcialmente real
El Príncipe en el Tatami
Aquella mañana intentaba prepararme para mi clase de grappling, en el gimnasio como un día cualquiera. No iba a ser una clase más. Había entrado en el tatami el “príncipe”. Así lo llamaba yo en secreto. No solo porque fuese un caramelo de hombre en la plenitud de su vida, sino porque cada vez que Jorge llegaba el gym, y bajaba de la moto, vestido de cuero negro, parecía una visión salida de un sueño.
El rugido del motor se apagaba, él se quitaba el casco, sacudía el cabello negro corto, sonreía, y entonces esos ojos verdes encendían el aire como relámpagos suaves. El gimnasio entero parecía detenerse. Lo bauticé así, el Príncipe, porque lo tenía absolutamente todo.
Lo observaba siempre desde lejos. Su figura en el vestuario era inolvidable: músculos cincelados, torso esculpido con una perfección casi irreal. Cuando salía de la ducha con la toalla ceñida a la cintura, parecía un ángel travieso reencarnado en un hombre de carne y hueso. Una mezcla entre actor de cine erótico y protagonista de una versión italiana y aún más sensual de Sombras de Grey. Todo en él estaba pensado para fascinar.
Jamás había coincidido conmigo en el tatami. Había entrenado con otros, había brillado en sus combates, pero nunca —nunca— se había fijado en mí para luchar. Hasta aquel día.
La clase comenzó como siempre. Todos buscaron a sus compañeros y, como tantas veces, quedé solo. Fue entonces cuando al levantar la vista lo vi: él también estaba libre. El Príncipe. Me miró con una calma irresistible, sostuvo mis ojos con los suyos y sonrió. Sentí que se me aflojaban las piernas. Caminó hacia mí con un gesto amable, casi humilde, y dijo:
—¿Entrenamos juntos?
Apenas pude articular palabra; mi corazón latía desbocado.
Comenzamos con los ejercicios. Movimientos repetidos, secuencias básicas, entradas y escapes. Fueron cuarenta y cinco minutos en los que cada roce parecía encenderme desde dentro. Sus brazos me rodeaban con firmeza, sus hombros rozaban mi pecho, y cada vez que me corregía la postura con sus manos fuertes y cálidas, un escalofrío me recorría la espalda. El tatami se había transformado en un escenario privado, solo para él y para mí.
Y entonces llegó el momento de la lucha libre. Ahí no había guion, ni movimientos pautados: solo instinto, fuerza y resistencia. Nos inclinamos, nos dimos la mano, y de pronto estábamos los dos midiendo distancias, respiraciones, latidos.
Yo avancé primero, intentando desequilibrarlo, pero fue como chocar contra un muro. Con un gesto rápido me rodeó con sus brazos, y en un abrir y cerrar de ojos me llevó al suelo. El impacto fue suave pero implacable: había decidido que cayera, y así fue.
Intenté cerrarle el paso, atraparlo con mis piernas para contenerlo, pero su cuerpo se deslizó sobre el mío como una ola pesada, aplastándome contra el tatami. Su pecho se pegó al mío, su cadera hundió todo su peso, y yo respiraba agitado bajo la presión, como si un dios de mármol me hubiera escogido para probar su fuerza.
Quise girar, escapar por un lado, pero me bloqueó con el hombro, obligándome a volver la cabeza, dejándome sin salida. Cada intento mío era anticipado, neutralizado, convertido en nada. Él me dejaba un resquicio, apenas un hueco, lo suficiente para que creyera que podía huir… y cuando lo intentaba, me atrapaba de nuevo con una elegancia cruel.
En un instante conseguí apartarlo, girar con todas mis fuerzas y casi darle la vuelta. Mi corazón explotaba de emoción: por un segundo creí que lo tenía. Pero su reacción fue fulminante: un simple movimiento de cadera, un giro seco, y volvió a quedar encima de mí, sujetándome con la misma firmeza serena de antes. Sus ojos verdes brillaban a centímetros de los míos, clavados en los míos como si le divirtiera el juego.
El sudor caía de su frente, resbalando hasta rozar mi cuello. Su respiración era tranquila, la mía desbocada. Me inmovilizó con facilidad: un brazo suyo atrapaba el mío, su torso me aplastaba contra el suelo, y yo comprendí que ya no había nada que hacer.
Y sin embargo, no quería hacer nada. Perder contra él era ganar. Estar bajo su control, sentir su fuerza, su calor, el ritmo de su cuerpo sobre el mío, era como vivir un sueño prohibido.
El gimnasio entero desapareció. Los demás se desvanecieron. Solo quedábamos nosotros, hombre contra hombre, músculo contra músculo, respiración contra respiración. Mi entrepierna comenzaba a estar insoportablemente dura.
Perder contra él fue la victoria más dulce de mi vida. A costa de que mi entrepierna insistiese en alterarse de forma escandalosa.
La clase terminó. El instructor dio la orden de recoger y las voces del resto volvieron a llenar el aire, como si el mundo despertara tras un largo silencio. Me levanté aún aturdido, con el corazón golpeando dentro del pecho, y lo vi sonreírme de nuevo antes de apartarse.
En el vestuario, mientras me cambiaba, lo escuché reír con alguien. Su voz era grave, melodiosa, imposible de ignorar. Me atreví a mirarlo de reojo: estaba de pie frente al espejo, secándose el cabello, y por un instante nuestras miradas volvieron a cruzarse. Fue apenas un segundo, pero suficiente para hacerme temblar de nuevo.
Su sonrisa se dibujó despacio, como si supiera exactamente el efecto que producía en mí.
Salí del gimnasio con la sensación de que algo había cambiado para siempre. Y mientras la noche caía sobre la ciudad, solo podía repetirme una cosa: aquel no sería el último capítulo con el Príncipe. Era apenas el comienzo.
La clase terminó y él fue quien dio el paso:
—Ven, te llevo en la moto.
El rugido del motor rompió el silencio de la tarde. Subí detrás de él, abrazando su cuerpo. Mis brazos rodearon su torso, mis manos rozaron sus pectorales duros, su abdomen firme. Mi pecho se pegó a su espalda y sentí cómo mi corazón latía desesperado, como si quisiera salirse y entregarse directamente a él. Otra vez mi “bestia” crecía debajo de mis vaqueros.
Nos internamos en un bosque. El aire era más fresco, el olor a tierra húmeda lo impregnaba todo. Aparcó la moto junto a un río que corría tranquilo, y antes de que yo pudiera decir nada, volvió a acercarse. Me empujó juguetonamente hacia atrás, como retomando la lucha, y la chispa volvió a encenderse. Mi cuerpo reaccionó de nuevo, con la misma fuerza que en el tatami.
Esta vez Jorge no se contuvo. Sin decir palabra, se desnudó con naturalidad y entró al agua, como un dios tallado en mármol vivo. Su anatomía me dejó sin aire: cada músculo parecía esculpido, cada línea de su cuerpo brillaba bajo la luz temblorosa del río. Yo dudé en ponerme de pie, temeroso de que mi excitación quedara demasiado expuesta. Así que, vencido por el deseo y la necesidad de esconder mi pudor, lo seguí al agua.
El agua fría me envolvió, pero no apagó nada. Al contrario: intensificó cada roce, cada contacto. Volvimos a luchar, ahora piel contra piel, humedad contra humedad. El desliz de su torso contra el mío, el choque de nuestras piernas bajo el agua, era un tormento delicioso.
Y entonces lo sentí. Su erección también estaba allí, tan inevitable como la mía.
Jorge se detuvo un instante, me sujetó del cuello y, mirándome a los ojos, habló por primera vez de lo que hasta entonces había sido silencio:
—Lo supe en el gimnasio… lo noté cuando entrenamos. No eres el único.
La confesión me atravesó como un relámpago. Ya no había dudas, ya no había máscaras. Éramos dos hombres rendidos al mismo fuego.
Seguimos jugando en el agua, con abrazos que eran agarres, con caricias disfrazadas de empujones. Hasta que, finalmente, la orilla nos reclamó. Salimos del río, desprovistos ya de todo: sin ropa, sin secretos, sin barreras.
El Lobo Alfa
La hierba húmeda crujía bajo nosotros. La lucha ya no tenía reglas: era puro instinto, jadeo contra jadeo, fuerza contra fuerza. Jorge me tenía atrapado, su cuerpo encima del mío, su respiración caliente chocando contra mi rostro. En un intento desesperado por zafarme, me moví, pero él me inmovilizó con una destreza brutal, sujetando mis muñecas contra el suelo.
Entonces, con un brillo fiero en los ojos, bajó la cabeza y me susurró al oído:
—Ahora eres mi presa.
Me tapó la boca con su mano, firme pero suave, impidiéndome emitir más que un gemido ahogado. Mi corazón se disparó. Jorge sonrió, disfrutando de la dominación, de ese momento en que yo no podía hacer otra cosa que rendirme a su fuerza.
—Voy a devorarte poco a poco… —añadió, con una voz grave, y mirada peligrosa, que me recorrió la piel como un escalofrío.
Su boca empezó a recorrerme, lenta, intencionada. Primero mi cuello, donde sus dientes rozaban la piel con un juego entre amenaza y caricia. Luego, su lengua húmeda se deslizó hacia mi oído, lamiéndolo con un susurro ardiente que me hizo perder el control. Cada jadeo mío era un triunfo para él, y él lo sabía.
—Escucha… —me dijo al oído—. Cada respiración tuya ahora me pertenece.
Su lengua descendió por mi pecho, recorriendo mis pectorales como si fueran suyos, saboreándolos, marcando el territorio. Luego siguió bajando, rozando mi abdomen con lentitud, provocando un incendio de lava, en cada centímetro que recorría. Yo intentaba contener el temblor, pero él se deleitaba en hacerlo más intenso, en convertirme en su campo de batalla y de placer.
Intenté girarme, pero Jorge, con una fuerza salvaje, me volvió a clavar al suelo. Su pecho duro contra el mío, sus caderas empujando las mías con firmeza. Los penes se buscaban endurecidos como rocas. El roce era insoportable, un choque rítmico que me arrancaba jadeos cada vez más desesperados.
Él me miraba fijamente, como un lobo que domina a su presa. Y en ese instante supe que no había escapatoria, ni la quería. Era suyo, por completo.
—No te resistas —susurró, rozando su lengua otra vez por mi cuello—. Esta noche serás mío hasta el final.
La lucha se volvió más salvaje y más sensual al mismo tiempo: abrazos que parecían cadenas, caricias que eran garras suaves, jadeos que resonaban como rugidos de dos animales en plena entrega.
Cuando sus labios finalmente buscaron los míos, fue como si el mundo estallara. El beso fue brutal, posesivo, húmedo, desesperado. Sus manos me apretaban, su cuerpo me envolvía. La luna, el río, la hierba: todo fue testigo de cómo Jorge, el Príncipe, el Alfa, me devoraba poco a poco, hasta hacerme suyo por completo. Hasta el clímax húmedo final.
No había victoria ni derrota. Solo una rendición mutua, ardiente, inevitable. En esa orilla del río comprendí que nunca volvería a ser el mismo: el lobo había encontrado a su presa, y yo había encontrado mi destino en sus brazos
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