asconian's blog
PELEA A MUERTE DE DOS SOLDADOS
1944. La aldea francesa estaba en silencio, envuelta en ruinas y humo. Entre paredes derrumbadas y tejados caídos, una vieja casa de piedra y madera se mantenía en pie a duras penas, con un granero anexo que olía a humedad y paja vieja. Allí, bajo la luz fría de la luna que se colaba por las rendijas, dos sombras se encontraron cara a cara.
Jimmy, un joven americano de rostro endurecido por semanas de batalla, entró con el fusil en las manos, el sudor recorriéndole el cuello. Frente a él, entre tablones rotos y polvo suspendido, estaba Kurtz, un alemán de su misma edad y complexión, igual de atlético, igual de cansado, igual de endurecido por la guerra. Se detuvieron, mirándose con un odio visceral, como si el destino hubiera decidido que solo uno saldría de allí.
Ambos alzaron las armas. Jimmy apretó el gatillo… clic. El fusil se encasquilló. Un silencio denso llenó la estancia.
Respirando con furia, Jimmy cerró los ojos y gruñó:
—Dispara, cabrón… hazlo rápido.
Kurtz no lo hizo. Bajó lentamente su arma, estudiando cada movimiento de su enemigo, cada temblor en sus músculos. Y entonces, con voz seca, dijo:
—No. Si eres un hombre… esto se resuelve cara a cara. A muerte
Dejó caer el fusil en la paja y dio un paso adelante.
—A hostias Sin armas.
Jimmy abrió los ojos, sorprendido, y una sonrisa cargada de rabia y adrenalina cruzó su rostro.
—Perfecto… Vamos a ver quién respira al final. Puto nazi
Los dos dejaron sus uniformes a un lado, quedando torso contra torso, piel contra piel, sudor y músculos tensos, dispuestos a destrozarse como animales salvajes.
Se abalanzaron uno contra otro con violencia, hombro contra hombro, rodando sobre la paja. Se golpeaban sin técnica, con codazos descontrolados, puñetazos erráticos, rodillazos al vientre. La paja crujía, el polvo se levantaba en nubes, los tablones del suelo temblaban bajo el peso de sus cuerpos.
Kurtz levantó un tablón roto y lo estampó contra la cadera de Jimmy. El americano respondió agarrando una pala, y azotando con furia, arrancando un gruñido de dolor del alemán. Ambos sangraban ya, cortes superficiales en brazos y hombros, mezclados con el sudor que resbalaba.
—¡Te voy a destrozar! —bufó Jimmy, empujando con el torso pegado.
—¡Aquí se acaba tu guerra! —rugió Kurtz, golpeándole la ceja con un codazo que la abrió en sangre.
Rodaron contra una mesa destartalada, que se vino abajo con un estruendo. Se enzarzaron encima de los restos, chocando como perros rabiosos. Jimmy le mordió el hombro; Kurtz respondió con un cabezazo que le rompió la nariz, arrancando un chorro de sangre. Jadeaban, gruñían, se insultaban entre golpes.
—¡Hijo de puta, de aquí no sales vivo!
—¡Cabrón, te voy a borrar la cara a hostias!
Se estrellaron contra una silla, que se astilló bajo su peso. Luego rodaron hasta chocar contra un saco de grano, que Jimmy alzó con furia y estampó en el torso de Kurtz, tumbándolo unos segundos. Pero el alemán, furioso, lo atrapó de la pierna y lo arrastró abajo, los dos cayendo otra vez sobre la paja, pegados, los músculos en tensión, las respiraciones entrecortadas.
Se apretaron por el cuello, como osos enfurecidos, forcejeando por estrangularse. Jimmy rugía, intentando ahogar al alemán. Kurtz, a punto de ceder, reunió fuerzas y le clavó un rodillazo en el costado. Los dos rodaron hasta un rincón, derribando un pequeño armario que se vino abajo en una lluvia de astillas.
Con rabia pura, Kurtz estampó a Jimmy contra la pared, apretándolo del cuello. Jimmy golpeaba con los codos, desesperado por aire, mientras la sangre corría por su frente y torso.
Avanzaron de nuevo por pasillos, por la cocina hecha un caos: sillas rotas, platos destrozados, una jarra caída cuyas astillas les punzaban la piel. Jimmy arrancó una cadena de una pared y la agitó como un látigo; Kurtz respondió con un trozo de barra metálica, y los golpes se repartieron por brazos y costillas, por piernas y hombros. Repartían y recibían, sin pulso ni medida, improvisando con todo lo que encontraban: una maceta convertida en masa, una tabla afilada que arañó la carne hasta abrir cortes que ardían pero no frenaban el combate.
Se incorporaron a trompicones, se lanzaron hacia el granero, al montón de paja, donde la lucha tomó la forma más cruda: dos cuerpos que se enrollaban y desenrollaban, torsos pegados, manos que buscaban la garganta, uñas que trazaban líneas rojizas en la piel. La paja se pegaba a la sangre y al sudor, formaba un lecho que tragaba movimientos y vomitaba nuevas acometidas.
Allí, sobre la paja, el choque fue de músculo contra músculo, sin otro recurso que la fuerza pura. Jimmy se lanzó encima de Kurtz y lo aplastó con todo su peso; Kurtz, con un impulso animal, lo volteó y clavó la rodilla en su espalda. Empujaban, tiraban, forcejeaban como dos leones a golpes por un hueso. El polvo volaba, la respiración era un ronquido agudo, los gemidos se mezclaban con insultos y promesas de muerte.
Salieron al patio, rodaron sobre piedra y tierra, rebotaron contra una carreta caída y un barril. Jimmy lanzó una piedra que rozó la nuca de Kurtz; el alemán respondió con un puñetazo que rompió la respiración del americano por un momento. Volvieron a la cocina, tropezaron con un pequeño vestíbulo donde una foto de familia rota quedó cubierta por sangre y paja mientras sus manos siguieron buscando la carne del otro sin detenerse.
La pelea se alargó hasta que la fatiga empezó a hablar por sí sola: los puños ya no golpeaban con la misma precisión, las piernas flaqueaban, la respiración se convertía en una sucesión de bocanadas rápidas. Pero la intención no aflojaba. Cada uno exprimía lo que le quedaba hasta que, tras una hora que se sintió interminable, Kurtz consiguió una posición dominante en la que pudo aplicar todo su peso sobre Jimmy.
Lo aplastó contra el suelo de piedra con las manos en el cuello, sujetando firme, firme, como quien intenta apagar un fuego. Jimmy pataleó con los últimos rescoldos de rabia, golpeando el costado del alemán, arañando, buscando un hueco para respirar. Sus manos se cerraron y aflojaron, sus ojos se abrieron y se nublaron, los pulmones ya no respondían con facilidad.
Kurtz mantuvo la presión, esperando a que todo terminara. Vio cómo el cuerpo de Jimmy se iba relajando, cómo los ojos perdían el brillo. Luego inclinó la cabeza y, por instinto más que por cálculo, puso dos dedos sobre la yugular del hombre a sus pies.
Sintió un pulso. Débil, irregular, pero vivo. No era un nazi. Solo reclutado por un régimen de mierda, y luchando solo por sobrevivir.
Se quedó un instante inmóvil, los dedos todavía notando la pulsación tibia. A su alrededor, la casa destruida, la paja revuelta, las sillas rotas, las manchas oscuras en la madera que contaban el combate.
Podría acabarlo allí mismo, romperle el cuello, con un disparo rápido, un remate frío que cerrase el círculo sin dejar preguntas. El fusil yacía a pocos pasos, tierra y astillas rodeándolo.
Kurtz respiró hondo. Miró a Jimmy —el rostro deshecho, la sangre seca y reciente, el pecho que subía y bajaba en respiraciones cortas— y en esa mirada hubo, por un segundo, un reconocimiento. Aquel hombre había peleado con la misma rabia, con la misma desesperación que él. Había peleado como un hombre que no quería rendirse. No vio en él la figura reducida de un enemigo: vio el reflejo de su propia lucha.
Recogió despacio el fusil. Se lo echó al hombro sin apuntar, como si fuera un gesto mecánico. Se mantuvo un instante más, observando el cuerpo que yacía sin sentido pero vivo, las manos aún llenas de polvo y sangre. Murmuró algo apenas audible, una palabra que se perdió entre las vigas: quizá un “vivo” o quizá un “bien peleado”.
Sin disparar, sin remate, Kurtz dio la espalda y caminó hacia la puerta del granero. Su paso era torpe por el cansancio, estaba destrozado y cojeaba de una pierna, la sombra larga de su figura avanzó hacia la noche. Antes de desaparecer por la oscuridad de la aldea en ruinas, se giró una vez, no para mirar con triunfo, sino con una expresión que no era odio ni alegría: era respeto.
Dentro quedó el silencio. Jimmy yacía vencido, respirando con dificultad, pero su vida se había respetado. El granero, la cocina, la paja revuelta, todo testigo de una pelea sin reglas que había terminado sin sangre añadida por un disparo final. Afuera, la luna continuó su curso, indiferente; dentro, en la noche cerrada, el sonido de la respiración de un hombre que aún vivía marcó el fin de aquello que habían sido minutos de furia.
Cuando el americano se despierta solo puede preguntarse porque lo dejó vivo…
Sibeasterus (13)
9/12/2025 9:45 PMGreat story!
asconian (9)
9/12/2025 10:20 PMThanks a lot